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martes, 30 de marzo de 2010
YUAN PEI FU DESPIDE A SU DISCÍPULO
Cuando un pájaro está a punto de morir,
sus notas son tristes; cuando un hombre está
a punto de morir, sus palabras son buenas
De los diálogos del Lun Yu
¡Oh discípulo,
por vez postrera alcánzame la pipa!
No la de jade;
Aquella amarillenta de suave marfil viejo.
La que junto conmigo en lejanas mañanas
escuchara el gorjear de las aves cantoras;
la que vio florecer cien veces mi ciruelo;
la que te vio crecer como un arbusto tierno,
la pupila asombrada
y el alma ingenua, simple, como un libro de cuentos…
¡Oh, discípulo,
por la vez última, alimenta mi pipa!
Como claro arroyuelo tu niñez yo vi alegre
saltar entre las piedras.
Todo cantar te hacía:
la luz, la lluvia, el aire, las viejas porcelanas,
las linternas, la música, los perros de ojos tristes,
el vuelo de los pájaros por sobre los pinares,
el color y el perfume en flor de los duraznos,
el andar y el gozoso reír de las muchachas…
¡Ah, discípulo,
por la vez última alcánzame la pipa!
No la de plata;
aquella, la que guarda color y olor de tierra
y sabor más amargo;
la que siempre conmigo junto a la lamparilla
vio pasar hombres, días, como volutas vanas;
la que me vio aspirar en prisas impacientes
los afanes más puros;
la que engañosa me hizo ver fulgores de auroras
donde tan sólo había gris opaco de humo.
Deja ahora, hijo mío, que acaricie tu frente.
Has crecido, has amado, has soñado y vivido;
mas tu fruto de vida es todavía amargo:
porque el fruto más dulce no ha de ser árbol joven
sino aquel que rugoso ya ha florecido en años.
Pero en tanto, oh discípulo,
goza del sol, del mar, del aire y de la tierra:
ámalo todo y nada odies, nada te asombre,
que en toda dicha hay pena,
que en toda risa hay lágrimas,
y en todo lo creado, junto a la gris arcilla
hay también lo divino.
Y nada contra el cielo tu mano nunca arroje.
Nada tanto te inquiete que tu paz dulce amargue:
corrí, llamé, busqué, sueños forjé, grandezas…
Mas desnudo cual vine la gran sombra me espera.
Mientras más logra el hombre más parco se hace en dones:
nunca más rico se es que pobre de riquezas…
Y sé humilde, hijo mío, sin inútil orgullo;
la humildad da la dicha.
Sé como esas piedras de los ríos
que cantan al saltar en la corriente,
pulidas, lisas, llanas
de tanto naufragar, rodando siempre.
Y si una barrera alta tu camino detiene,
nada intentes forzar, bordea la muralla;
nada derriba el hombre que después no levanta.
Y no preguntes, nada interrogues, discípulo;
nada responde a nada.
Prudente en las palabras y cauto en la conducta,
cual pez de muchos mares
bajo aguas diversas procura ser distinto;
mas vario, multiforme, sé uno en la existencia:
todo cambia en lo externo, no en su naturaleza.
Hoy despiertan tu mente tempestades de llamas
-monzones de palabra que ruedan por los días-,
yo también, hijo mío, rodé con la tormenta;
y almas extrañas vi, conocí cielo y tierra…
como la mar sus perlas, vivir me dio experiencias,
y rico en dones ácidos encontré mi ciruelo…
Mas el fruto maduro de la sabiduría
no es el que milagroso en huerto ajeno alcanzas,
sino aquel que en dolor del propio vivir nace.
Aunque un día sabrás que nunca nada sabes.
¡Ah discípulo,
por vez postrera alcánzame la pipa!
Deja ahora por último que apure aquella leve
de espuma y luz de ensueños.
Y escúchame, discípulo:
si un alba clara y limpia ve un día tu mirada,
salúdala con júbilo y ama esa hermosa aurora.
Tal vez si hay sueños ciertos…
¡O quizá qué milagro puede hacer la esperanza!
¡Ah discípulo.
Por la vez última alimenta mi pipa!
Ahora dame esa caña quemada por los años,
la que ya sólo tiene sabor leve a ceniza;
la que más sol ha visto morir tras la colina,
y bajo el cielo ancho
vio perderse en el viento como nubes fugaces
el río de los hombres y los días estrechos.
Con ella en paz serena
mis ancianas pupilas seguirán tu partida;
aunque lejos estés te verán cerca siempre.
Y cuando helado el viento tu tumulto ya apague
y en tierra ingrata, estéril, secos rueden tus sueños,
contigo llorarán sus lágrimas más íntimas…
Pero si en un prodigio cantando tú regresas
se alegrarán al verte, y de nuevo contigo
el vuelo de los pájaros verán en los pinares
en las tardes de oro, cuando cantan los sauces.
El vino estará fresco debajo del ciruelo,
perfumado de rosas y flores de cerezo.
¡Oh discípulo, todo, todo será lo mismo!
Mas si acaso ese día
no respondo, discípulo, a tu dulce llamado,
es que el sueño infinito llegó sobre mis párpados…
Entonces, hijo mío, sin lágrimas estériles,
con manos amorosas búscame tierra leve,
de verdes hierbas cúbreme y déjame que duerma.
Pero nunca tan hondo que en esa paz no escuche
el vuelo de las aves,
una canción que sueñe.
Reír la primavera,
llorar el triste invierno y el afán de los hombres.
¡Porque en todo estaré despierto eternamente;
porque todo aún lo amo!
¡Ay, discípulo,
no obstante sus tristezas, vivir, vivir es dulce!
No hay, como la muerte, un pesar más amargo.
Ah, discípulo amado, humano he sido.
Más que otro mortal, hijo mío, a mí ámame;
mas no pienses que he sido ni mejor ni más alto:
hecho de arcilla y luz tuve también flaquezas,
y como humano supe de virtud y pecado.
Mis pupilas se apagan.
Mi mano apenas puede sostener ya la pipa.
Calienta en esa llama
esta postrera gota que por mi barba corre…
¡Ay!, recuerda y ámame, amoroso discípulo!
En tu memoria guárdame,
cuando leve del agua, de la tierra y del fuego,
cual la mies a la siega ya estén tus largos años;
cuando ya no te turben tumultos de palabras,
ni las voces del viento,
ni un rumor de hojarascas…
Anda, anda ya, hijo mío.
Levanta, vive, sueña, niega, afirma, destruye.
Y cuando de tus fiebres adiós, fe, ni amor queden,
al ciruelo regresa.
Aquí estaré esperándote, debajo de sus ramas,
en la sombra sin sombra del camino más largo…
¡Oh discípulo, baja ya esa esterilla, y parte…!
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